Beer & Coffee

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Nos conocimos en una cafetería. Estaba abarrotada y sólo había un hueco libre en una mesa; ocupada también.

En aquel rincón de la terraza estaba sentada una chica rubia leyendo una revista.  Pasaba una media hora del mediodía de un agosto cualquiera, de una gran ciudad cualquiera, pero ahí estábamos.

– Perdona, ¿te importa que me siente? –dije.

– No, no. Tranquilo.  –y siguió con la lectura.

Observé a mi alrededor en busca de algún sitio vacío en el que estar solo, pero no encontré nada.

En ese momento, se acercó el camarero a servirle la bebida a la joven. Una cerveza bien fría, servida en una jarra aún más fría, y aprovechó para preguntarme qué deseaba.

– Un café con hielo, por favor. –respondí.

Algo llamó la atención de ella en esas palabras, porque sin dejar que el camarero abandonase la mesa, levantó la mirada por encima de la revista. Una mirada que había evitado los brazos del camarero, que se clavó en mí y que me hizo estremecer.

– ¿No eres de aquí verdad?

– No, ¿cómo lo has sabido?

– Café con hielo. La gente de esta ciudad nunca bebe café con hielo. Ellos prefieren el café caliente, incluso en días como hoy.

– Pues sí, soy de fuera. Hace unos días que he llegado aquí y pensaba encontrarme con una amiga, pero se ve que ha tenido mejores cosas que hacer.

Una gota de sudor se desliza por su cuello. La miro fijamente. Sin quererlo, un halo embriagador me ha envuelto y hace que sienta mi boca cada vez más seca. Llega el café con hielo.

– Gracias. – Y bebo un sorbo.

– Vaya amiga debe de ser esa de la que hablas ¿no?

– Sí, bueno, no hace mucho que la conozco, hará unas pocas semanas. Pero me ofreció venir un fin de semana aquí y eso he hecho. Soy un hombre de impulsos, y este es uno más de ellos. No suelo pensar mucho este tipo de cosas. Así me va.

–¿Y cómo te va? –Toma un trago de cerveza.

Algo tenía esa chica que no podía evitar no contestarle. Aún sabiendo que era una completa desconocida. En ese momento, para mí, sólo era un pelo rubio y unos ojazos verdes.

– Antiguas relaciones. La típica historia de siempre. Relaciones que te apasionan tanto que te crees invencible e indestructible, pero luego algo sucede y te destroza en mil pedazos.

– Ya, suele pasar. Casualmente hoy también se han olvidado de mí. Había un “amigo” que iba a venir, pero es como la tuya, tiene cosas más importantes que hacer. Y ya que estaba por la zona decidí aprovechar y tomarme algo.

– No es un buen día para las citas, por lo que se ve. – El café estaba surtiendo efecto. Taquicardia.

– Parece ser que no. –Y clavó su mirada en los míos.– ¿Tienes los ojos raros? ¿Te encuentras bien?

“¿Qué coño me está pasando contigo?  ¡Si no te conozco de nada!”

– Sí sí, estoy bien. Serán las lentillas, llevo varías horas con ellas puestas.

Me levanté un momento en dirección al baño para refrescarme algo más que la cara. Me crucé con el camarero que nos había servido las bebidas, me dijo donde estaba el baño y fui hacia la puerta con el muñequito del niño del orinal.

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Cuando volví ella estaba terminándose su bebida, y en ese momento pude sentirme como si fuese la espuma que quedó en sus maravillosos labios rosados. Labios que ahora se limpiaba con una servilleta de esas que tanto odiamos en las cafeterías.

Mientras tanto, yo me ponía cada vez más nervioso. Hecho que no tardó en detectar la señora que se sentaba junto a nosotros cuando tropecé con su bolso y lo tiré al suelo. Lo recogí y me disculpé, pero eso no evitó que me dedicase un gesto de desprecio digno de la más estricta madre reprendiendo a su hijo,

– Odio los secamanos de los bares. Siempre te dejan las manos mojadas por mucho que pegues las manos al aire caliente. ¿No os pasa lo mismo en vuestro baño? -Y me sentí la persona más estúpida del mundo.

«¿Qué pregunta de mierda es esa?»

– Sí, nos pasa lo mismo, pero nosotras tenemos kleenex en el bolso. –Ahora me sentí mucho más inútil que antes.

Disimulé y miré hacia la carretera mientras bebía un poco de mi vaso; intentaba refrescarme un poco más, porque, por si fuera poco, empezaba a notarme las mejillas rojas.

– Toma. –y me da una servilleta. –Límpiate el bigote, se te ha quedado un poco de la espuma del café.

Ya está. «Gracias por su visita.» pensé.

– Gracias…

Veo que empieza a recoger su bolso y a enrollar la revista.

– ¿Te vas?

– Sí, tengo cosas que hacer en casa. Mañana empiezo a trabajar y quiero estar tranquila esta tarde.

– De acuerdo. Pues ha sido un placer conocerte.

– Igualmente. Por cierto, las bebidas están pagadas. –se coloca el fleco– Ya nos veremos.

Y se fue. Mientras, ahí me quedé yo con cara de pasmado, con la servilleta arrugada y manchada de café en mi mano. Notando la mirada de la señora del bolso otra vez en mi cara. Seguía teniendo esa mirada de madre, pero ahora parecía más una de esas que hablan en el patio interior del bloque.

Cuando me terminé la bebida me di cuenta que en el posavasos de mi café había algo escrito:

“Siento mi curiosidad y mi frialdad, es algo que no puedo evitar. Pero si algún día vuelven a olvidarse de ti, este es mi número. Ha sido un placer conocerte”.

Y entonces vi que el cerco que dejó su vaso en la mesa no era la única marca que había allí en aquel momento. No sé qué tenía esta chica. No sé qué me estaba pasando. Pero lo único que podía saber a ciencia cierta, era que algo le había afectado de la misma manera en que ver el cerco de su cerveza en la mesa me había afectado a mí.

Una cafetería abarrotada de gente y dos supuestos amigos que se olvidan de otros. Los únicos ingredientes necesarios para que dos personas totalmente opuestas se conozcan.

Eso, una cerveza, un café y hielo. Mucho hielo.

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